Por: Regois
En una esquina de las galerías del Centro Comercial Arenales, donde alternan los nostálgicos de los dibujos animados de los años 80 con los fanáticos de los grupos pop coreanos, y los amantes de los mangas con los fieles del culto de Star Wars, se encuentra el disonante y a la vez deliciosamente armónico establecimiento de Ivonne.
El mero
albur de una tarde ociosa me condujo hasta ella. Había salido de un almuerzo
mucho antes de lo esperado y la cita que concerté se retrasó, disponía de dos
horas muertas que serían insuficientes para cualquier tentativa de buscar
reposo en mi lejano hogar y me asaltaron unas ansias locas de ampliar mi
colección de ciertos cromos que llevaban la basura en el nombre y que tantas y
clandestinas veces deleitaron mi niñez. Sabía dónde encontrar tan singular
producto y, por ventura, estaba cerca del único centro comercial donde tenía la
certeza que las vendían.
Sin
prisa alguna recorrí las galerías. Vi una inquietante colección de muñecos de
todos los personajes y de todas las temporadas de los Thundercats, que
obviamente no estaba destinada a la venta, me perdí en la inmensidad de los autobots
y decepticons que se contraponían en algunas vidrieras, contemplé
coloridos e inertes jedis, siths y robots de los diferentes
planetas, edades y parafernalias de la galaxia de Darth Vader y advertí,
aterrado, que el número de los establecimientos donde expedían esos tesoros que
ambicionaba con fervor había disminuido en favor de los, para mi gusto vedados,
mangas y afiches coreanos. Por fin, di con el sitio donde vendían los garbage
de marras y obtuve una docena a un módico precio.
Al
salir de aquel lugar, calculé que aún me quedaba una hora para emprender la
marcha y me dispuse a emprender a vagar sin rumbo. Mas, pronto, observé que en
una esquina había una puerta con una foto gigante de Larry Harlow abrazando a
una muchacha de ojos alegres y de fina sonrisa. Poco tenía que ver el Judío
Maravilloso con el ambiente general de nostalgia infantil y alineación oriental
que inunda el edificio, naturalmente caminé hacia aquella tienda.
Ella
conversaba por celular cuando entré, así que tuve libertad para observar muchos
de los discos, vídeos, polos, gorras y adornos que allí había, todos
relacionados con la música afrolatina caribeña. Los mejores exponentes de la
salsa, guaracha, rumba, guaguancó, son, latin jazz, mambo y hasta habanera
estaban condensados en los escasos anaqueles, vidrieras y estantes del
establecimiento. Había también una enorme fotografía de la Fania All Stars.
Recordé su concierto de marzo y me estremecí al reconstruir cómo coreé la
formidable interpretación que hizo Ismael Miranda de María Luisa y
cuánto se me humedecieron los ojos al ver a Cheo Feliciano cantar Anacaona.
Por un momento mi mente se extravió y aluciné un nuevo concierto al que no
dejaban de acudir unos sonrientes y reconciliados Willie Colón y Héctor Lavoe
y, con el debido pasaporte de los Campos Elíseos, unos felices y renovados
Héctor Lavoe y Ray Barreto.
La
cálida voz de Ivonne interrumpió mis delirios. La saludé y le dije, no exento
de pedantería, que la felicitaba por el raro privilegio de haberse hecho
retratar al lado de Harlow. Sus ojos adquirieron un fulgor extraño y supe que
mi frase era un santo y seña que me había hecho merecedor del conocimiento de
los secretos de su reino de música y sabor. Algo acoté sobre los polos y las
gorras apilados en el mostrador, me mostró algunos de ellos y me explicó cada
uno de los acontecimientos que conmemoraban: la defunción de Héctor, la
presentación más multitudinaria de la Fania, el concierto de Rubén en algún
país. También me narró las vicisitudes que pasó para encontrar los ejemplares
más raros que poseía y asentí, con absoluta certeza, al observar algunas obras
de Papo Lucca e Israel "Cachao" López que tenían el inaudito mote de latin
jazz y que no había encontrado en ningún otro lugar de los que visité.
No soy
gran conocedor de la música afrolatina caribeña, pero siento una gran amor
hacia ella porque en mi casa siempre se cantó y bailó. Mis primeros
conocimientos los adquirí de ese hombre tan maravilloso que fue Eduardo
Valderrama, mi abuelo materno, quien me hizo conocer algunos de los mejores
exponentes de la primera época, tales como: la Sonora Matancera, Benny Moré y
el "Carefoca" Pérez Prado. La segunda instrucción, la recibí de mis
padres a través de los discos de vinilo de Héctor Lavoe, Rubén Blades, Willie
Colón y Oscar D'León. Pero tales conocimientos siempre estaban relacionados con
temas concretos, casi como anecdotarios de letras y títulos, o de la
trayectoria de algunos de los artistas. Con Ivonne, todo era distinto.
Su
minuciosa exégesis de las letras salseras, donde se confundían la erudicción de
una profesora de Oxford con la pasión profética de una sacerdotisa de Eleusis,
era acompañada por su gracia y su facilidad para seguir los ritmos del mosaico
afrolatino caribeño, apenas veladas por su traje de negocios y la necesidad de
conservar la compostura comercial. Libertad Lamarque decía que Gardel era
"el tango hecho carne", yo podría decir otro tanto de Ivonne si, Dios
me perdone, el arte de sus cuerdas vocales hubiera estado a la altura de las
cadencias de su cintura. Pero, qué importaba, era partícipe de un episodio de
incomparable exquisitez que, por estrambótica gracia, me había sido deparado
aquella tarde.
Recuerdo
cómo se humedecieron sus ojos cuando hablamos de Cheo Feliciano, el gran Cheo,
el caballero de ébano que es capaz de interpretar con la misma maestría el
moderno areíto de Anacaona, sé que ya la había mencionado, y la dulce e
inolvidable Amada mía, ambas joyas indiscutibles del género. Como
resulta natural y comprensible, también tenía un retrato de Cheo (en el que
aparecía al lado de su hermana). Me hizo notar que los ojos del cantante
estaban llenos de lágrimas y me explicó que eso se debía a la emoción que lleva
en el alma y que se evidencia en cada acto de su vida. Su testimonio me pareció
inapelable.
Por
último, pasamos al examen metódico, y por lo mismo un tanto agotador, del
último concierto que Rubén Blades y los Seis del Solar dieron en Puerto Rico.
Emoción en Caminos Verdes, tristeza y esperanza en El Padre Antonio
y Desapariciones, alegría en Decisiones, Pedro Navaja y Todos
Vuelven, ironía en Ligia Elena, reflexión en Pablo Pueblo y Maestra
Vida y, por último, agradable sorpresa en Juan Pachanga, en donde
hace un excelente dúo con Cheo. Esta vez, también me convenció la implacable
Ivonne y sólo pude atinar a preguntar por el precio de aquel documental y, sin
ápice de duda, adquirirlo para mi colección.
Al cabo
de sesenta minutos, el tiempo se me escapó de las manos y tuve que dar por
concluida la lección. Había reconstruido, de la mano de la mejor maestra, los
episodios más destacados de algunos de los mejores exponentes de la música
afrolatina caribeña. Había aprendido, también, la magia de una verdadera
sacerdotisa del culto de los timbales y las trompetas, de los tambores y el
piano, de las poesías de arrabal y los cánticos africanos. Había descubierto,
al fin, que el tesoro tropical más importante se encontraba precisamente en el
lugar donde antes iba a buscar basura.
Hasta
pronto, Ivonne.
(*) Tomado del libro inédito “El Wala de Regois” del joven abogado y escritor
Sergio Verástegui Valderrama”.
Rincón literario de URPI para los que inspiran sus
acciones en la lectura.
Boletín virtual de los sábados.
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