sábado, 19 de enero de 2013

PÁGINAS MEMORABLES


LA CASA DEL MISTERIO

 

Versión oral: M.A. Zevallos M.

Lugar: Trujillo.

 

 
 

En la antigua ciudad de Trujillo, en una de las viejas calles que daban a la plazuela Santa Ana había una casa colonial que permanecía cerrada. Era la casa del ministerio porque decían que allí penaban, que estaba embrujada.

 
Al comenzar esta historia ya la casa había pasado por varios dueños, todos ellos habían fallecido, desde un avaro hasta el cura de la parroquia. Vecinos cercanos a ésta decían que estaba habitada por alguien a quien no conocían y que por las noches de luna llena fomentaba tremendo alboroto, creando el pánico entre los vecinos; quienes a partir de las 6 p.m., no se atrevían a cruzar por aquella maldita casa. De repente se oían lamentos, aparecían flotando por los aires objetos increíbles, se percibía el ruido de cosas que se rompían, pero lo más común era escuchar pasos de alguien que presurosos subían y bajaban las escaleras, taco-taco-tun, taco-tun.

 
Un día llegó a la ciudad una joven costurera en busca de casa. La única que le convenía por ser central era la casa del misterio. A pesar de la murmuración que había en torno a la casa del misterio expresó estar muy segura de que allí no existían fantasmas y la alquiló.

 
Instaló su taller con máquina de coser, un gran espejo, su perchero y una pequeña mesa de planchar.

 
Vivía la costurera acompañada de una morenita llamada Anastasia y de un perrito pequeño de nombre Lucerito. El perro fue el que pagó el pato, pues el fantasma hizo de las suyas con él, le jalaba la cola, de las orejas. Lo andaba a empellones, a media noche. Lucerito se puso a aullar cual si pareciera un cántico fúnebre. Se le arqueaba el lomo, los pelos se le erizaban y se le encendían los ojos de susto, sólo en la cocina dormía tranquilo al pie del batán.

 

La gente llevada por la curiosidad iba a averiguar cómo le iba a la costurera en la casa embrujada; las dos mujeres no demostraban estar asustadas ni se daban por vencidas. Dormían con el lamparín encendido y el perro en la cocina.

El fantasma cansado de mortificar al perro empezó a dejar sus huellas por el taller; se ladeaba el espejo. Sin que nadie lo tocara, la máquina de coser empezaba a coser, se caían los carretes de hilo, y la fuerza del viento mecía las puertas y ventanas provocando un sonido tenebroso; se perdían las tijeras, el alfiletero, el dedal o las agujas; se sentía la presencia de una persona que parecía seguirla a todas partes y a veces empuñaba y veíase una sombra tenue como si alguien estuviera mirando muy cerca de él.

Varias veces había pasado el cura del convento de Santa Clara llevando un vaso con agua bendita, pero el vasito con agua aparecía al menor descuido misteriosamente volteado.

No es asunto del diablo – recalcó el cura – tiene manifestaciones que pueden terminar con el agua bendita, con una misa o con un rosario.

Sintiéronse las mujeres más tranquilas.

Más bien debe haber un entierro, dinero o joyas guardadas por alguna parte. Es posible que un alma pene; quiere manifestar el lugar donde se encuentra dicho tesoro para que él alcance la paz; hay que ayudarlo sentenció el cura.

Había por ese tiempo – por los alrededores de los fundos, los que hoy son los cascos urbanos – un hombre viejo buscador de tesoros, llamado José, muy conocido por su pericia en estos trabajos.

Lo llamaron secretamente y llegó un día sin que nadie lo supiera.

Entró José en la casa, fumando cigarrillos y quemando incienso, acompañado de rezos y súplicas: tu alma goce de paz, avísenos dónde está el entierro, usa las señales que quieras para comunicarte con nosotros. El hombre iba de rincón en rincón repitiendo lo mismo.

Permaneció José dos años enteros buscando el tesoro; en cada noche de luna se presentaba sin encontrar respuesta alguna. Había removido el piso de toda la casa, golpeando paredes. Lucerito ladraba y corría a echarse a la cocina, al pie del batán. Cansado José de buscar se marchó diciendo que en esa casa no había entierro alguno.

A pesar de ello, un domingo mientras Anastasia molí ají en el batán de la cocina, sus pies fueron a dar en una especie de asa enterrada.

Intrigada la mujer fue escarbando y removiendo con un cuchillo, hasta que poco a poco iba apareciendo no sólo el asa sino el borde de un objeto: era precisamente el lugar donde Lucerito acostumbraba acurrucarse cuando quería dormir y donde se echaba mientras José buscaba el entierro.

Sorprendida Anastasia corrió a llamar a su ama.

Mire – le dijo – hay un objeto enterrado al pie del batán. Movieron el batán y apareció el tesoro: un objeto lleno de monedas antiguas de oro y plata, joyas y piedras preciosas de los tiempos coloniales estaba allí junto a la piedra de moler.

Cuentan que a media noche la costurera y Anastasia, echando bendición a la casa, salieron de ella llevándose el tesoro sin rumbo conocido.

No más se supo de ellas.

 

 

 

 
 

Tomado del libro  “Tradición Oral del departamento de La Libertad, Perú”, CONCYTEC.

 


    Rincón literario de URPI para los que inspiran sus acciones en la lectura.

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