Por: Alfonsina Barrionuevo
Arrastrando entre sus piernas trashumantes un
torbellino de takiraris y waynos, marchando entre un huracán de zampoñas y
pututos, con el grito ululante de los vientos punas prendido en la garganta, un
dios trajina todavía por el altiplano y sus caminos.
El eqeqo, dios lar de los aimaras, versión indígena
del vendedor ambulante de la Colonia, quien según la creencia popular lleva el
bienestar y la felicidad por donde quiera que va, reina aún en la tierra del
lago donde apareció para llevar esperanza a los hombres y a los pueblos.
El panzudo hombrecillo, macizo y rubicundo, menudo
como un duende, cuyos pies calzan las botas de siete leguas, de pupilas que
dialogan distancias y labios que se abren en un grito milenario, ha logrado
sobrevivir a los siglos, acumulando la fe de una raza sobre su grotesca y
rústica figura.
Su talla que varía de los quince hasta los treinta
centímetros, sus rasgos caucásicos, su vestimenta chola, su piel tostada por el
frío sideral, sus brazos de chacra capaces de contener el firmamento en un
paréntesis celeste, se han hecho famosos en la meseta qolla donde este dios
pagano tiene sus dominios.
Sus tiempos de esplendor han fenecido. Los opulentos
eqeqos de oro y plata, los eqeqos de oro y plata, los eqeqos de estaño y
chumpí, los eqeqos de piedra, han devenido en eqeqos de arcilla. Los pueblos
todavía se han empobrecido más pero, en metal o en barro, este diosecillo de
montañas, hijo de la tierra, espíritu del viento, señor del horizonte al que
lleva cautivo en sus alforjas continúa ejerciendo sus mágicos poderes,
derramando a manos llenas toda clase de dones.
El eqeqo es una creación indígena pero el personaje
que representa es español. Su epidermis de tiza arrebolada por la altura y su
nariz ibérica denuncian su verdadera casta. El comerciante ambulante o
mercachifle, trotamundos por excelencia para quien la sierra no tiene secretos,
especie de judío errante del Ande, llegó a ser eqeqo con el tiempo.
Así lo vio el qolla desposeído, obligado a cambiar la
luminosidad de su cielo por la oscuridad de los socavones en las minas de
Potosí y Oruro donde moría como un perro; o que en el mejor de los casos tuvo
que hacer de picapedrero en las ciudades españolas, cuyas calles recubrió más
de una vez con adoquines de plata por capricho de los blancos; comprador a la
fuerza de gafas para el sol que no
necesitaba, de medias de seda que se rompían en las manos agrestes, de
chucherías que de nada le servían, inventó ese dios como un contrapunto a su miseria,
Paradójicamente, el mercader que se enriqueció
chupando su sangre como una sanguijuela, dueño de privilegios sin cuento que
caminaba abarrotado de especies, en otras palabras su verdugo, se convirtió en
un símbolo de prosperidad y abundancia, ganó un altar entre sus dioses
tutelares y penetró en la esfera anímica de sus creencias.
(*) Tomado
de “Los dioses de la lluvia” de Alfonsina Barrionuevo, editorial Universo S.A.,
Lima, Perú.
Rincón literario de URPI para los que inspiran sus
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