En el cubrimiento de la guerra
colombiana -de origen social, pero cruzada por el narcotráfico y financiada por
él- se aprende que una “ruta de la
droga” es una cadena de funcionarios corruptos, civiles o uniformados, que
permiten pasar narcóticos por puestos de control o territorios que están bajo
su responsabilidad.
Lo
mismo aplica para el contrabando
Según cifras venezolanas, 35
por ciento de la gasolina que produce Venezuela llega subrepticiamente a
Colombia. Los márgenes de ganancia son fabulosos para los grandes
contrabandistas.
El economista colombiano
Santiago Montenegro escribió en estos días que Colombia era la que menos debía
reaccionar ante esta situación, pues no se protesta ante un regalo gratis.
Aunque no era tema de debate
público, a más tardar en 2005 quedó claro que la ultrabarata gasolina de la
Venezuela del izquierdista presidente Hugo Chávez (1999-2013) estaba
contribuyendo a financiar el paramilitarismo de ultraderecha en Colombia. El
mandatario se abstuvo de actuar.
Ahora viene un
periodo de definiciones. Colombia y Venezuela tienen que combatir la corrupción
fronteriza. Esta financia, en parte, las bandas criminales paramilitares
colombianas, que persisten y amenazan los pactos de paz de Santos con la
guerrilla, que deben culminar en seis meses.
¿Por qué? Seguramente por
gobernabilidad. Chávez necesitó, aducen conocedores de la situación interna de
su gobierno, canjear la lealtad de altos mandos venezolanos a cambio de
permitirles el contrabando de combustible y otros bienes.
Durante los tensos años de
gobierno colombiano de extrema derecha de Álvaro Uribe (2002-2010), las peleas
entre este y Chávez eran frecuentes. Se llegó hasta la ruptura de relaciones y
hubo vientos de guerra.
Rafael Samudio Molina, un
general colombiano retirado, se dirigió el 20 de julio de 2010 a la tropa a
través de la Emisora del Ejército para afirmar que nunca las Fuerzas Armadas
colombianas aceptarían una guerra en la frontera, mientras mantiene otra con un
enemigo interno (la guerrilla) aliado ideológico, además, del gobierno de
Caracas.
“Ustedes sigan concentrados en
la guerra contra el enemigo interno nuestro, que son las FARC (Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia)”, exhortó el general, palabras más o menos.
Pero incluso este calibre de
los enfrentamientos no importaba a ese tercer país que constituyen los
habitantes de la frontera común, con nexos siameses de familia y de
supervivencia. Lo que temían en serio era que les cerraran la frontera.
En la fronteriza ciudad
colombiana de Cúcuta campean el desempleo y la pobreza. Los desplazados por la
guerra, y muchos de los más pobres de Colombia, se agolparon en esa capital del
departamento colombiano de Norte de Santander apenas el chavismo subió al
poder.
Según la jurisdicción especial
de Justicia y Paz para paramilitares desmovilizados, desde 1996 se desarrollaba
la ofensiva paramilitar, que dejó, solo en tierras del Norte de Santander, más
de 11.000 asesinados, y más de 5.000 solo en Cúcuta. Numerosos cadáveres fueron
desaparecidos en hornos crematorios para no afectar las estadísticas de
seguridad de la Policía. La guerrilla se replegó.
Al tiempo, a los sin tierra colombianos,
incluidos los expulsados de sus fincas, se les hacía la boca agua ver las
tierras sin cultivar en el país vecino, que desde los años 70 importa más
víveres que produce.
En ese “sueño venezolano”
había estudio y salud gratis y, con suerte, vivienda y trabajo: aquello que no
tenían en Colombia, incluida una vida en paz.
Desde 2004, las campañas de
cedulación (registro) en Venezuela comenzaron a regularizar a los extranjeros
que iban encontrando. La voz se corrió como pólvora en Colombia: los regularizados
superan el millón.
En 2012, las filas de
colombianos paupérrimos en el andén del consulado colombiano en la ciudad
fronteriza venezolana de San Antonio del Táchira comenzaban temprano: a las 10
de la noche del día anterior, ya le daban la vuelta a la manzana. Diariamente,
desde las ocho de la mañana, el consulado les proporcionaba una constancia, con
fecha, de su presencia en Venezuela.
Con el documento, entre 500 y
600 colombianos diarios se adentraban en Venezuela a mejorar su suerte. Según
Caracas, 16 por ciento de su población es colombiana. El gobierno de Bogotá
ignora cuántos colombianos han huido o migrado al exterior en los últimos
decenios.
En todo caso, una cosa era
compartir cuando el petróleo estaba a más de 100 dólares el barril y otra cosa
es ahora, cuando está en torno a 40.
Argumentando que Venezuela no
aguanta más, Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez tras su fallecimiento, se
atrevió, el 21 de agosto, a cerrar indefinidamente la frontera con Colombia, de
2.219 kilómetros de extensión continua.
Cerró primero los pasos por
Cúcuta, posteriormente Paraguachón, el paso fronterizo de la península de La
Guajira, territorio wayúu (pueblo indígena binacional), y más tarde los pasos
frente a las ciudades de Arauca y Arauquita, en el departamento colombiano de
Arauca.
Pero
Maduro lo hizo mal.
Unos 1.400 deportados
colombianos fueron víctimas de desmanes por parte de militares venezolanos que
atropellaron sus derechos, luego de que Maduro los estigmatizó como
“paramilitares”.
La crisis provocó el regreso a
Colombia de más de 20.000 personas que, ahora, necesitan del gobierno
colombiano “soluciones a largo plazo”, como ha urgido la Organización de las
Naciones Unidas, conocedora del abandono estatal en Norte de Santander y La
Guajira.
Arauca, departamento petrolero
colombiano, no se queda atrás. La gente pide “independizarse” de Venezuela,
pues las carreteras colombianas están en mal estado.
Sus nexos económicos,
familiares y de estudios son con Cúcuta y a través de una magnífica autopista
venezolana que los llevaba en cinco horas.
La alternativa “para ir a
Colombia”, como dicen en Arauca, es que el gobierno por fin invierta en
carreteras. Estas atraviesan forzosamente zonas que hasta ahora han sido de
guerra. Los gastos bélicos originaron un retraso de 30 años en infraestructura
vial, según la Sociedad Colombiana de Ingenieros.
Igual que a Cúcuta o a La
Guajira, Colombia tampoco suministraba gasolina a Arauca. Los araucanos claman
por abaratar los billetes aéreos y aumentar la frecuencia de los vuelos.
Los abusos a los deportados
produjeron una fuerte reacción del gobierno de Colombia, que incluyó
–nuevamente- llamado a consultas de su embajador.
El caso fue llevado por el
presidente colombiano Juan Manuel Santos el lunes 21 a una cumbre en Quito con su
homólogo venezolano, propiciada por la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas)
y Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), como primer paso
para la reconciliación.
Los presentes en el palacio
presidencial ecuatoriano aplaudieron el primer punto, que para los habitantes
de frontera no significa nada: los dos países decidieron el retorno inmediato
de los respectivos embajadores.
El miércoles 23 se iniciaron
en Caracas las reuniones a nivel de ministros, que negocian la “normalización
progresiva” de la frontera: suena muy lejos y sin forma para quienes viven allí
el día a día.
Ahora viene un periodo de
definiciones. Colombia y Venezuela tienen que combatir la corrupción
fronteriza. Esta financia, en parte, las bandas criminales paramilitares
colombianas, que persisten y amenazan los pactos de paz de Santos con la
guerrilla, que deben culminar en seis meses.
Maduro tiene que garantizar
los suministros en su territorio y la única vena rota no es la frontera
colombiana. Aún mayor es el megacontrabando por Brasil, Guyana y el mar Caribe.
Deberían venir destituciones y encausamientos de figuras poderosas en el estado
venezolano, incluidos oficiales de la Marina y la Aviación venezolanas.
Mientras tanto, en Cúcuta han
visto descargar vehículos grandes con mercancía venezolana. En La Fría, ciudad
venezolana al noreste de San Cristóbal, capital del estado fronterizo
venezolano de Táchira, volvieron las filas para comprar gasolina.
El contrabando se recompone, y
los nombres de los máximos beneficiados nada que se conocen. Mientras, los
repatriados y deportados colombianos recibirán tres meses de ayuda estatal
(Fuente: Análisis de Constancia Vieira/IPS. Fotos: Presidencia de Ecuador.
Humberto Márquez/IPS).
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