Por:
Ricardo Verástegui López
De lunes a sábados Zarela abordaba a las seis de la
mañana un mini bus para llegar cinco minutos antes de las ocho a su centro de
trabajo, una fábrica ubicada en el distrito de Santa Anita, al borde de la
carretera central. Ella vivía en Los Olivos, situado al norte de Lima, al otro
extremo de la ciudad.
El trayecto era largo y tedioso, para matar el
aburrimiento del viaje empezó a escribir
pequeños poemas en la parte no impresa de los boletos que le daban los
cobradores por concepto de pago de pasaje.
Las escenas cotidianas que veía a través de las
lunas del vehículo servían de inspiración para sus versos, líneas dolidas
surgidas de las miserias humanas.
Niños y niñas yendo con remedos de uniforme a
escuelas sin agua, sin servicios higiénicos, ni buena enseñanza, espectros
buscando qué comer o qué aprovechar entre la basura amontonada en largas
avenidas, sombras huidizas que robaban para sobrevivir a quienes querían vivir.
Predicadores hablando del cuidado de Dios por sus hijos mientras la
indiferencia de la sociedad y del Estado mata diariamente en el país más
personas que los coches bomba en Irak, Pakistán o Irán.
Casi sin caer en cuenta tenía más de doscientos
poemas escritos, cuidadosamente guardados en una pequeña bolsita de lana que le
había obsequiado una amiga del Cusco.
Miró con satisfacción el conjunto de poesías y dijo: le pondré por
nombre “Los dioses ausentes, las miserias presentes”.
Un ruido de fierro que se rompe, la sacó de su
ensimismamiento. El cobrador pidió a los pasajeros que se bajaran, pues el
móvil se había malogrado. Estaban frente a
la entrada de una de las universidades más prestigiosas por su nivel
intelectual. Muchos de los pasajeros eran estudiantes o trabajadores de aquel
centro de estudios, por lo que no sufrieron mayor contratiempo. Pero, Zarela
tuvo que tomar de inmediato un auto que la acercara lo más posible a su lugar
de labores.
Llegada a la planta industrial para iniciar sus
tareas se percató que no tenía la talegita multicolor que contenía sus textos
literarios. Este hecho la tuvo deprimida varias semanas, hasta que una mañana,
yendo a la fábrica, compró un diario para distraerse.
Zarela abrió grandemente los ojos cuando, en una
página del periódico, leyó que esa noche la Dra. Vanessa Mongester de la
reconocida universidad **** presentaría en un
salón de la Biblioteca Nacional su libro de poemas titulado “Palabras al
paso”. El periodista que redactaba la nota reseñaba tres de los más
significativos poemas de la célebre lingüista
que Zarela reconoció como suyos.
Aquella noche, después de que la Dra. Mongester
había presentado su libro y la gente marchado, se dirigió al lavabo para
lavarse el rostro. Cuando estaba secándose la cara, oyó la voz de Zarela.
- ¿Es usted la célebre Dra. Vanessa Mongester?,
preguntó.
- Así dicen, sonrió Mongester volviendo la faz.
- Pues yo la haré inmortal, replicó Zarela.
- ¿Es usted pintora?
- No, pero será inmortal, se lo aseguró, y sacando
una pistola de su cartera, Zarela disparó un tiro en la cabeza de Vanessa que
cayó de bruces.
- Hasta nunca inmortal Dra. Vanessa Mongester, musitó
Zarela cerrando la puerta del baño.
(*) Ricardo
Verástegui López, periodista.
Rincón literario de URPI para los que inspiran sus
acciones en la lectura.
Boletín virtual de los sábados.

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