La brutalidad y las durísimas
condiciones meteorológicas durante los combates de la batalla de las Ardenas,
narrada en su nuevo libro por Antony Beevor, permiten desnudar el mito
norteamericano y señalar crímenes de guerra estadounidenses, que con frecuencia
son ignorados por los historiadores.
En una entrevista con Efe hoy
en Madrid con motivo de la presentación en España de esta obra "Ardenas
1944. La última apuesta de Hitler" (Editorial Crítica), Beevor admite con
deportividad británica que ese enfoque tal vez no sea muy bien recibido en
Estados Unidos cuando acuda allí a presentarlo.
Las ejecuciones sumarísimas
perpetradas por los norteamericanos ocurrieron tras conocerse la matanza de
prisioneros estadounidenses en la localidad de Malmedy.
El libro precisa que hubo 43
penas de muerte para sus autores -del grupo de combate Peiper- del Ejército
alemán, que asesinó a sangre fría, entre otros, a unos 80 prisioneros
estadounidenses.
No obstante, gran parte de
aquellas condenas del tribunal de Dachau fueron luego revocadas por los
aliados.
La ofensiva de Ardenas fue el
último e inútil órdago del líder nazi Adolf Hitler, que el propio general
alemán Heinz Wilhelm Guderian, consideró una aventura inútil.
Además, favoreció el
derrumbamiento de las defensas alemanas en el frente oriental.
Y es esta una de las
principales conclusiones que quiere subrayar Beevor al mencionar las quejas del
mandatario ruso, Vladimir Putin, quien en las recientes celebraciones del 75
aniversario de la derrota nazi en Europa dijo que la contribución soviética era
infravalorada.
De la oscuridad del bosque de
Hürtgen, donde se debilitan las escasas fuerzas norteamericanas, Beevor
traslada al lector a los gélidos alrededores de la hoy famosa localidad belga
de Bastogne, donde quienes erróneamente han infravalorado a los estadounidenses
y su voluntad de combate son los alemanes.
Este autor concede que, tal
vez, la propia propaganda nazi ha contribuido a hacerles creer que todos los estadounidenses
correrán en masa, como sí hicieron algunas unidades, al ver y escuchar el rugir
de los Panzer sobre las carreteras heladas en las que los Sherman patinan con
sus estrechas orugas.
Es un duelo en el que la moral
de victoria norteamericana, fuertemente anclada en los "milagros" del
general John C.H. Lee, vence a la minada moral de los alemanes, confiados en
una débil cadena de aprovisionamientos, estrechada por una ínfima red de
carreteras y servida desde una retaguardia machacada por la aviación aliada.
Los elogios de Beevor a Lee
por haber puesto a salvo el 85 por ciento del material de guerra e impedido que
cayese en manos enemigas se tornan lanzas al describir el "momento más
oscuro" del general Omar Bradley.
Aislado de sus divisiones en
su cuartel general de Luxemburgo, el militar norteamericano se consume en la
humillación al ver como el grueso de XII grupo de Ejércitos pasa al mando del
británico Bernard Montgomery.
Según explica Beevor,
"enfadado y a la defensiva" por haber incurrido en un error "de
riesgo calculado" al dejar tan descuidada la línea defensiva, Bradley
incluso sonríe al escuchar las alusiones a los fusilamientos de paracaidistas
alemanes.
"No sólo Bradley"
responde con contundencia el historiador británico a la cuestión de la
aprobación por los mandos de las ejecuciones sumarísimas aliadas.
"Resulta chocante que
varios generales, empezando por Bradley, aprobaran abiertamente el fusilamiento
de prisioneros de guerra como represalia", escribe Beevor al referirse a
los documentos que narran la versión estadounidense de la matanza de Chenogne
en la que murieron 70 prisioneros alemanes.
Quien se lleva la peor parte
del libro entre los aliados es probablemente el insaciable mariscal de campo
británico, incapaz siquiera de entender que Bradley no era su admirador sino
que le odiaba.
Monty logró aunar el desprecio
de todos los altos oficiales estadounidenses por pretender figurar siempre como
el mejor y más adecuado para la misión del mando.
Su ambición le condujo al
aislamiento y de la derrota política del Reino Unido en la campaña de las
Ardenas quedó el rencor perpetuo que cultivaría Dwight David "Ike"
Eisenhower.
En este punto Beevor insinúa
abiertamente que la reacción del luego presidente estadounidense durante la
crisis del canal de Suez más de once años después "viniera condicionada
por sus experiencias de enero de 1945". Alfonso Bauluz (Fuente: EFE).
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