martes, 16 de abril de 2013

NUESTRA MADRE TIERRA: CHAVÍN


(CRÓNICAS VIAJERAS)


Para amar a nuestra madre tierra hay que conocerla y para conocerla hay que caminar por senderos  que no conocemos, abrir vías, dialogar con sus moradores, saborear el fruto de sus entrañas.
Urpi quiere acompañarles en este proceso que nos revelará lo que somos y lo que aspiramos ser.

Como quinta  entrega, Urpi nos invita a, de la mano del historiador Luis Lumbreras mediante su obra Los orígenes de la civilización en el Perú, acercarnos a conocer de cerca la cultura Chavín, aparecida en la sierra norte de nuestro país en la actual región Áncash.

Cuando se ingresa al templo de Chavín, se tiene la sensación de entrar en un mausoleo lleno de fantasmas feroces. El silencio es total, pues ni siquiera se escucha el ruido del viento del exterior, del que uno está separado por gruesas murallas y un sólido techo de piedra.

Las galerías son angostas, altas frías; es fácil perderse en ellas; forman un laberinto cruel para el neófito. Al centro, en medio de una granizada de  piedras, hay un cuchillo gigantesco, tallado en piedra y clavado en lo profundo de la tierra; le llaman “el Lanzón”.

Tiene más de cuatro metros. Pero no es simplemente la figura de un cuchillo, es más bien la terrible imagen de un dios humanizado, que ávido de sangre muestra las fauces con filudos colmillos curvos. Tiene la mano derecha en alto y las uñas son garras y los cabellos son serpientes. Es impresionante la figura de este dios perdido hoy en el laberinto de un templo destruido por los siglos.



Chavín está en medio de la sierra, en un lugar en donde comienza a formarse el Callejón de Conchucos, entre las montañas al pie de un río. Las montañas están al oriente de la cordillera Blanca, aquella del Huascarán y el río se llama Mosna.

Es éste un lugar que sirve de testimonio de lo que ocurrió en el país hace más de tres mil años, cuando unos hombres construyeron una nueva forma de vida.

Ya no eran más, los habitantes andinos, trashumantes cazadores-recolectores, el nuevo régimen permitió un ascenso de la importancia de los núcleos de vida en las aldeas, de manera tal que ellas fueron creciendo en número y tamaño-.

El avance de la tecnología agraria había creado la necesidad de nuevos tipos de personas, a manera de especialistas dedicados al estudio de los movimientos del sol, las estrellas y la luna y al mismo tiempo técnicos en la distribución de las aguas para la ampliación y servicio de los campos de cultivo; estos especialistas vivían en las aldeas y a medida que avanzaban sus conocimientos aumentaban su prestigio y su poder social; más bien que científicos en posesión de conocimientos derivados del estudio, ellos eran poseedores del don “sobrenatural” de controlar las lluvias y los cursos de agua, por lo tanto estaban ligados a los dioses; eran “sacerdotes” de los dioses.

Algunas aldeas devinieron en centros ceremoniales que, para ser tales, requirieron de nuevos tipos de especialistas  y otros servidores. Los sacerdotes, más bien técnicos hidráulicos, formaron en torno a los templos, que ellos mismos comenzaron a edificar, una élite de servidores “a tiempo completo” deslizados del campo, principalmente constituida por artesanos. Los ceramistas más destacados de la comunidad, los mejores tejedores, los picapedreros fueron asimilados al servicio de los templos, donde los sacerdotes “adivinaban” los períodos de sequía, de lluvia.

Los sacerdotes fabricaban los objetos litúrgicos que acompañaban las ceremonias de los sacerdotes.

 

 

 

*Despacho especial de Urpi Consultores que sale los días martes desde el 5 de marzo del 2013.

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