CRÓNICAS VIAJERAS
Para amar a nuestra
madre tierra hay que conocerla y para conocerla hay que caminar por
senderos que no conocemos, abrir vías,
dialogar con sus moradores, saborear el fruto de sus entrañas, así como
rememorar su historia y tradiciones.
Urpi
quiere
acompañarles en este proceso que nos revelará lo que somos y lo que aspiramos
ser.
Como sexta entrega, Urpi nos invita, de la mano de Hildebrando Castro Pozo, acercarnos a conocer de cerca una de las costumbres cultivadas en la sierra de Junín a principios del siglo XX, consignada en su libro “Nuestra Comunidad Indígena”.
EL
“PICHACHIERU”
Así denominan el acto de
reunirse en la casa mortuoria, coger la ropa y demás menesteres del difunto y,
después de espolvorear ceniza en el umbral de la habitación que ocupó aqueste y
cerrarla con llave, dirigirse al arroyo vecino precedidos por el cantor y los
condolidos, quienes llevan un crucifico, entonando todos el canto fúnebre ya
indicado.
Una vez en la orilla el
cantor hace rezar el rosario alrededor de las ropas que fueron del difunto,
sobre cuyo montón se coloca el Cristo, encendiéndole algunas velas. Se inicia
una “mesquipa” general después del rezo, terminada la cual se da comienzo al
lavado de la ropa; en el que forman parte todos los asistentes con la excepción
del cantor y los principales deudos del finado, quienes presencian la operación
desde la orilla.
A medio día se interrumpe el
lavado para comenzar el rezo, a continuación del cual realiza otra “mesquipa” y
apuran algunas botellas de cañazo. Se termina el lavado y tiende al sol para
que se seque. Intertanto las cocineras que se hubieron quedado en el pueblo
llegan con el lunch o “sactio” que deberán comer de cuclillas o sentados sobre
los talones alrededor de un enorme mantel que tienden sobre el césped. Las
papas y queso con ají dan motivo para beber licor más de lo conveniente y no falta quienes embriagados
comiencen a cantar algún huaynito o cachaspeare que los otros corean.
Se procede a recoger la ropa
y tornar al poblado en el orden que vinieron. El cañazo o “huaccay-cholo”, como
irónica y justamente lo califica el humorista criollo “se ha subido a la
cabeza” de todos los condolientes y “hablándoles al corazón” les hace acuerdo
del compañero fallecido y de que ellos también tendrían que marchar uno tras
otro, en el mejor de los casos. Y entonces la comitiva, compuesta en su mayor parte de los que se han embriagado,
comienza a llorar desesperadamente, quejarse de su suerte y cantar la fúnebre
canción de los difuntos. A las viudas, en algunas comunidades, se les echa
ceniza a los cabellos.
Si el alcohol, no fuera el
agente primordial de estos sentimientos enfermizos y en cada rostro lo ridículo
no imprimiera sentido e imponente que el del entierro; pues casi todos
gimotean, cantan fúnebremente o lanzan exclamaciones llenas de tristeza y
desconsuelo, hasta llegan a la casa mortuoria donde se inicia el rezo por la
noche.
La supersticiosa curiosidad
de los indios por escudriñar entre la ceniza espolvoreada en el umbral los
rastros del alma del difunto y los de aquel que deberá seguirlo “ en el viaje”
determina el agrupamiento de éstos alrededor de la puerta del aposento que
ocupó aquel, el cual abren y proceden a examinar cuidadosamente. Las almas de
los difuntos que no merecen estar tranquilas por tener cuentas pendientes, por
lo general, emigran del cuerpo del fallecido y se reencarnan en el de los
animales, especialmente los “sapchas” o brutos semejantes a los burros lanudos.
Así pues en este caso el rastro del alma del difunto será parecido a las
huellas que dejan estos al pisar sobre la tierra blanda, y se llega a esta
convicción cuando el cantor afirma que sobre la ceniza esparcida aparecen “clarito”
los mencionados rastros “y a continuación los de un adulto o criatura” que
deberá ser el que pronto ha de traspasar los umbrales de la vida.
Por lo noche el juego de
“chuncana” es tan divertido como el de la anterior, se bebe y “mesquipa” otro
tanto, se reza el rosario y canta alrededor de la mesa en que se expuso el
cadáver en la que aún se conservan encendidas algunas velas, y por último, se
amanece con el secreto presentimiento de que, de un momento a otro, puede
presentarse “el ausente”.
La ropa y demás enseres
lavados quedan listos para repartirse entre los deudos, quienes a los ocho días
deben reunirse nuevamente para rezar el rosario, velar la cama donde murió el
difunto y servirle en su habitación sobre la mesa que se usó como catafalco,
los manjares que más le agradaron o dejó dispuesto que le guardaran.
*Despacho
especial de Urpi Consultores que sale los días martes desde el 5 de marzo del
2013.
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