La destitución de la
procuradora para el Lavado de Activos, Julia Príncipe, no sólo es una grave
equivocación del gobierno. Es, sobre todo, un golpe demoledor contra el sistema
de defensa judicial del Estado, es decir, un retroceso de la institucionalidad
democrática en materia de vigilancia de la ética pública y la transparencia.
Si hubiese un manual de la
torpeza, se habría cumplido a pie juntillas en este caso. Una diligente
procuradora, emblema de la lucha contra la corrupción, que se enfrentó
prácticamente en solitario al clan Orellana, el grupo mafioso que penetró más
vivamente el poder en el Perú, es retirada del cargo luego de un procedimiento
legal liviano y cuestionable que no llega a esconder el verdadero motivo: haber
respondido a dos llamadas telefónicas de medios de comunicación en las que se
le pedía detalles sobre los procesos contra la primera dama.
Imposible no explicarse
directamente la salida de Príncipe como una venganza del poder contra una
funcionaria que sólo hizo su trabajo; e imposible no caer en la cuenta de que
su salida tiene propósitos de impunidad en el corto plazo, especialmente
debilitar la defensa del Estado en los procesos contra Heredia y su entorno.
El proceso contra Príncipe,
conducido por el ex ministro de Justicia, Gustavo Adrianzén, fue un sainete en
el que no se presentó ningún argumento válido contra la procuradora y, por el
contrario, con abundantes pruebas de que sólo a ella se le pedía el acatamiento de una ilegal norma
de censura que no había cumplido su ministro acusador cuando se desempeñaba
como procurador, o los otros procuradores que declaraban sin cortapisas a la
prensa.
La interpelación al Ministro
de Justicia fue una oportunidad para la rectificación o de exposición de
pruebas. Lejos de ello, el Ministro reconoció que la causa contra Príncipe era
endeble y comparó su caso con el del procurador Joel Segura, deslizando que
este último no añadió a sus declaraciones “ninguna apreciación personal” o juicio
de valor, dejando en claro la razón la razón del proceso contra la procuradora.
La destitución de la correcta
defensora del Estado está rodeada de otros dos actos cuestionables. En el
primero, el presidente del Consejo de Ministros ensayó un discurso de
confrontación innecesario contra el Congreso, sugiriendo que la censura del titular
de Justicia sería una agresión al gobierno, arrastrando en su comparecencia
pública a los ministros de Estado, forzando al gabinete a unir su suerte a la
del ministro interpelado.
El segundo es la repudiable
acusación del ministro Adrianzén contra la procuradora, repitiendo un cargo
contra su ex esposo, fabricado por la mafia de Orellana durante la campaña
contra ella. Que un ministro de Estado recurra a esta bajeza revela la absoluta
falta de veracidad oficial en este caso.
La indignación pública contra
este acto abusivo se justifica, así como las muestras de solidaridad con la
funcionaria defenestrada. Se equivocaron quienes creían que esta decisión traería
escasas consecuencias. Al contrario, el objetivo de la impunidad no ha sido
alcanzado (Editorial del diario La República, publicado hoy que consignamos por
considerarlo de interés para la ciudadanía).
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