Por: Antonio Romero
En nuestro país coexisten conflictivamente dos sociedades: una que pugna
por nacer y otra que la bloquea. La primera busca instalarse en base a
principios de derechos, inclusión, equidad en las relaciones de género,
solidaridad económica y social, sustentabilidad ambiental, pluralidad y
diversidad étnica, justicia distributiva, en el marco del Estado peruano
actual. La segunda es aquella que los niega o pretende supeditar / someter
dichos derechos a los consensos del poder económico basados en “las leyes
infalibles del mercado”: propiedad privada, inversiones y crecimiento
económico, principalmente.
En la primera están comprendidos un abanico heterogéneo de grupos,
sectores, capas, segmentos etáreos y estratos sociales. Estamos hablando de
trabajadores del campo y la ciudad, obreros, artesanos, microempresarios,
hombres y mujeres, desempleados, auto empleados, cesantes y jubilados,
maestros, jóvenes de ambos sexos, pobladores urbanos, campesinos pobres y
pequeños productores, estudiantes universitarios, movimientos por la defensa de
la infancia, el adulto mayor, la salud y la educación pública universal, así
como de los recursos naturales los pueblos indígenas, amazónicos y
afroperuanos. Seguramente la lista es mucho más larga de lo que pretende esta
señalación. Con todo, se trata de la mayoría del Perú.
Sin embargo, considero que un problema no evaluado adecuadamente por parte
de los defensores y promotores de nuevos principios de organización societal,
de valores morales y éticos (particularmente las ONG), así como por los
movimientos y liderazgos que se van entretejiendo, consiste en saber si el
estado de cosas predominante es el más idóneo, en términos de la estructura
estatal –además de la legislación- pero sobre todo de las relaciones de poder,
como para emprender reformas de fondo sin romper necesariamente con el orden
existente, aspirando solamente a democratizarlo.
Los preparativos y organización de la V Cumbre de Jefes de Estado ALC-UE, y
su contrapartida, la Cumbre de los Pueblos 2008, ambos a realizarse en Lima,
han sacado a la luz la “pugna” señalada. La campaña mediática lanzada desde las
altas esferas del gobierno al mejor estilo macartista están “criminalizando” de
antemano las manifestaciones que habrán, de protesta pero también de propuestas
“alternativas” a las del consenso neoliberal, de arte y cultura popular; en el
mejor de los casos –por la misma campaña- se está tratando de “silenciar” y
marginar dichas expresiones de los espacios de difusión masiva, militarizando
incluso el centro histórico de la capital peruana. Todo ello busca ciertamente
inculcar miedo, temor y desconfianza para neutralizar los ímpetus
movilizadores, inhibir los arrestos de rebeldía y despotricar contra cualquier
signo de cuestionamiento crítico con epítetos y anatemas, para atemorizar y
manipular la “opinión pública”, aplicando así lo que recomiendan los manuales
de lucha antisubversiva. Se ha llegado incluso al extremo de la desfachatez de
equiparar subversión y terrorismo, o de “subversivo” como sinónimo de
“terrorista”.
El Estado peruano siempre ha sido y es actualmente un estado de clase, pero
además es un estado opresivo y “democráticamente” autoritario. Desde la
colonia, todas las “clases” dominantes que se sucedieron en el poder del
estado, y/o los partidos que pretendieron representarlos, mostraron siempre su
racismo y desprecio consuetudinario hacia los de abajo. Es asimismo secular el
comportamiento tradicionalmente autoritario de las "clases dominantes"
de nuestro país con respecto a los intentos de autonomía o liberación de los
oprimidos y del "pueblo" en general. La violencia que se vivió
en el Perú de los ochenta y noventa del s. XX proviene de ese trasfondo
histórico; es decir, de la violencia milenaria que siempre han ejercido
los poderosos para preservar sus intereses mezquinos, "en nombre de la
nación" y de los "intereses nacionales". ¿Ha cambiado eso en el
Perú de hoy, a comienzos del siglo XXI?
En el fondo de todo, hay un temor de que en el 2011 el régimen de García y
el APRA sea reemplazado por fuerzas sociales y políticas aglutinadas en torno
de un programa de cambios y reformas sustantivas, sea que provenga desde la
izquierda, la centro-izquierda, alguna candidatura “nacional”, o de todo este
espectro de fuerzas aliadas en un solo frente. Sería un factor que explicaría
el ambiente enrarecido que se vive en los actuales momentos. Y es probable que
García haya hecho dicha lectura, de ahí la acentuada derechización de su
régimen y su afán personal por poner al Perú en venta, con el beneplácito del
poder económico y los lobbistas que actúan en las sombras y ven el desarrollo
solamente en función de “hacer negocios”.
Sin considerar a Colombia, y desde el punto de vista de la conducción del
estado, el Perú es uno de los últimos baluartes del neoliberalismo en la
región, aunque aun bajo regímenes de izquierda o de centro-izquierda –como en
el Brasil de Lula y Bachelet en Chile- se continúan aplicando políticas
neoliberales (al menos determinadas políticas: las que se requieren para el
sostenimiento de las ganancias del capital privado), porque fueron parte de los
arreglos previos con los grupos económicos (y las fuerzas armadas) para tener
la opción de gobernar. Recuérdese que nuestro país fue también el último territorio
en posesión que le quedó a la corona española, durante las campañas
independentistas. Tuvieron que venir de afuera –desde Venezuela y Argentina-
para liberarnos como país. ¿Tendrá que volver a repetirse la historia?
Entonces, en términos de los escenarios y las perspectivas de futuro,
tenemos dos que se van perfilando nítidamente en el Perú: uno dominado por la
consolidación de las tendencias derechizantes y las fuerzas derechistas que
abrazan el Consenso de Washington y apoyan las estrategias hemisféricas de los
EE.UU. en AL, comprendiendo también aquellas tendencias que lindan con posturas
fascistoides y recurren a campañas fuertemente manipuladoras, con un discurso
abiertamente populista y “populachero” (como las corrientes fujimoristas). El otro
escenario es el de las “alternativas” que sin embargo carece de un horizonte
societal nítido, pero que aun así ya está siendo denostado y se lo pretende
bloquear recurriendo a todas las armas disponibles (prensa y televisión,
campañas mediáticas, “criminalización” de toda forma de oposición, amenazas y
persecuciones, reformas legales con nombre propio, etc.).
Nada de eso es nuevo, y no solamente en nuestro país. Ejemplos y casos hay
muchos en la historia, particularmente en la cultura europea, cuna de la
“modernidad”. Así, la Revolución Francesa degeneró en el Régimen de Terror
implantado por la voluntad de Maximilien Robespierre, que solo acabó con la
ejecución de este en 1794 (régimen que duró 1 año). En Inglaterra, las
“coaliciones obreras” (trade unions) fueron consideradas motivo de delito y por
ende objeto de persecución, proscritas por una legislación abusiva y
antidemocrática que rigió nada menos que “desde el siglo XIV hasta 1825” (Karl Marx en El Capital). Este autor fue deportado y
perseguido en varios países (Prusia, Francia, Bélgica) por sus ideas radicales
y revolucionarias, así como por su papel de animador y organizador de los
obreros industriales. En 1878 el “Canciller de Hierro” Otto von Bismarck puso
fuera de la ley a los socialistas alemanes, la cual tuvo una vigencia de 12
años (en 1875 había tenido lugar el Congreso de Gotha, donde se produjo la
unificación de las dos organizaciones obreras existentes, representadas por los
eisenachianos y lassalleanos). A finales de los años 30, en Rusia, Trotsky y el
trotskismo terminaron demonizados y criminalizados por el régimen despótico de
Stalin, junto a otros antiguos aliados de este último (como Bujarin) luego de
un prolongado periodo de luchas políticas internas que sellarían el destino de
la URSS.
Los peligros y retos que se ciernen para la construcción de alternativas en
nuestro país son tales que resulta imprescindible tenerlos en cuenta. Los
resumimos en dos. De un lado, toda esta campaña de desprestigio, satanización y
criminalización tanto de personas, instituciones y movimientos, seguramente va
a continuar en los próximos años. Lo que se buscaría con esta estrategia de
intimidación es debilitar el espacio de cualquier oposición democrática
medianamente orgánica que se quiera promover sobre otras bases y principios. En
otras palabras, volverla en todo caso “funcional” a los intereses de las
transnacionales y del consenso neoliberal ya institucionalizado en nuestro
país, pues en caso contrario pendería el chantaje ideológico como una espada de
Damocles. Si la hipótesis que nos adelanta Jürgen Schuldt (contenida en: “Un
lego llamado Haya”) es correcta, ¿cuál sería sino el costo político por ocupar
el espacio –del centro hacia la izquierda- que dejaría la “derechización” del
segundo régimen aprista? De otro lado, pero al mismo tiempo en relación con lo
anterior, está el reto de ir constituyendo una fuerza política –en el más
amplio sentido de la palabra- capaz de dar un giro al manejo y orientación de
los asuntos públicos, priorizando los “intereses nacionales” (i. e. de las
mayorías); democratizando la economía y la política, permitiendo el
empodera-miento de las organizaciones populares con relación a las decisiones
públicas que les afecten; insertando al país en el actual contexto de cambios
en la región con un rol también protagónico, y en igualdad de condiciones con
respecto a otros países; con voz propia y capacidad de manejar las relaciones
con otros procesos políticos (como el proyecto bolivariano de Chávez).
En las particulares condiciones del Perú, la cuestión nacional, la
democracia y el socialismo se funden en una sola y misma trama. Mariátegui
tenía razón y la sigue teniendo. En los años 80 algunas corrientes de la
llamada “izquierda revolucionaria” postulaban para el país un proyecto de
Estado democrático, nacional y popular. La historia pareciera haberles dado la
razón, pues está implicado en las demandas y aspiraciones sociales, antiguas y
nuevas. Sin embargo, en el contexto de la
globalización capitalista –no solamente neoliberal- y de las
bifurcaciones que exhibe potencialmente el sistema mundo (en términos de lo que
sostiene Wallerstein) solo podría tratarse de un “estado de transición”.
(*)Tomado de un artículo publicado por el analista
político Antonio Romero, en Lima,
el 27 de abril del 2008.
Rincón literario de URPI para los que inspiran sus
acciones en la lectura.
Boletín virtual de los sábados.
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